Primera
Lectura: del libro del profeta Amós 8: 4-7
Salmo Responsorial, del salmo 112:
Que alaben al Señor todos sus siervos
Segunda Lectura: de la
primera carta del apóstol Pablo a Timoteo 2: 1-8
Aclamación: Jesucristo,
siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza.
Evangelio: Lucas 16:
1-13
La antífona de entrada nos centra
en el Señor, cualquier otra creatura será pseudocentro que descentra:” Yo Soy la salvación de mi pueblo, dice el
Señor”; conviene que analicemos la condicional: si el Señor es nuestro
Centro, la petición de la oración colecta, brincará desde nuestro yo profundo: “concédenos descubrirte y amarte en nuestros
hermanos para que podamos alcanzar la vida eterna”
La recriminación de Amós, en el
siglo VIII, antes de Cristo, época en que Israel vivía una gran bonanza
económica, parece escrita para nuestra época, y para cualquier tiempo de la
historia del ser humano. Olvidaron y seguimos olvidando que las cosas
son para que aprendamos a usarlas en bien de los hermanos, especialmente
los pobres y marginados; que somos “administradores” de los bienes con que Dios
nos ha bendecido y “lo que se pide a un
administrador es que sea fiel”, (en 1ª. Cor. 4:2), no dueños, y, menos aún
esclavos de ellas. La trampa, el embuste, el abuso, acompañan a nuestra
naturaleza desde que “el hombre” quitó a Dios del centro de su vida.
Amós es claro, directo,
estrujante, lo hemos escuchado: “El
Señor, gloria de Israel, lo ha jurado: no olvidaré jamás ninguna de estas
acciones”. Recordemos a Mt. 24: “Lo
que hicieron con uno de estos, me lo hicieron a Mí.” ¡Cómo volvemos a sentir la necesidad de lo que
pedimos: “descubrirte y amarte en
nuestros hermanos”!
¿Nuestra actuación incita a “que alaben al Señor todos sus siervos”?
¿Tenemos ojos y corazón para todos? ¿Percibimos la vivencia de formar un solo
cuerpo cuya Cabeza es “Cristo que se
entregó como rescate por todos”?
¿Aceptamos el ser puentes para que “todos
los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”? ¿Aceptamos
su mediación, su testimonio, el despojo de su riqueza, para enriquecernos? Mil
preguntas más que, bellamente, nos acorralan y no dejan salida al egoísmo, al
pasotismo, al “pasarla bien” sin ocuparnos, valiente y activamente, de los
pobres y afligidos, en contra de una globalización que agranda la brecha no
sólo entre seres humanos como nosotros, sino entre los países que se dicen
cristianos y el segundo, tercero, cuarto y quinto mundos…
¿Creemos en la fuerza de la
oración, de la intercesión, de la acción de Dios, que pide la nuestra? “Hagan oraciones, plegarias, súplicas y acciones
de gracias por todos los hombres, y en particular por los jefes de Estado y las
demás autoridades, para que llevemos una vida en paz, entregada a Dios y
respetable en todo sentido”. Orar dondequiera que nos encontremos, ¿será
difícil?
Si fue claro Amós, más claro es
Jesucristo, aunque en la parábola nos deje pensativos: ¿alaba la habilidad del
mal administrador?, no, sino la astucia que emplea, aun renunciando a su
comisión al cambiar los recibos de los deudores, para procurarse un futuro
menos malo, fincado exclusivamente en lo material; ¡vergüenza nos debería de
dar que nos aventajen en los negocios los que pertenecen a este mundo, a
nosotros que queremos pertenecer a la luz! El consejo, la proposición de Jesús
nos da la solución: “Con el dinero, tan
lleno de injusticias, gánense amigos que, cuando ustedes mueran, los reciban en
el cielo”. Es el profundo sentido de la limosna, saber y querer compartir,
aun sin resolver el problema de la pobreza, hará que nuestro corazón se
desprenda de lo que es lastre para el vuelo.
El final, ¿lo habremos oído alguna
vez? ¡Señor que ni se nos ocurra ofrecerte un interior partido!