Primera
Lectura: del libro
de la Sabiduría (o Sirácide) 3: 19-21, 30-31
Salmo
Responsorial, del
salmo 67: Dios da
libertad y riqueza a los cautivos.
Segunda
Lectura: de la
carta a los hebreos 12: 18-19, 22-24
Aclamación: Tomen mi yugo sobre ustedes, dice el Señor,
y aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón.
Evangelio: Lucas 14: 1, 7-14.
Desde la antífona de entrada,
descubrimos el mensaje central de la liturgia de este domingo: “la humildad”,
que no es sino el reconocimiento de la verdad, sin ambages, sin segundas
intenciones, en la meridiana claridad de nuestro ser, aceptado plenamente como
don.
Quien pide piedad, reconoce que
está necesitado de perdón y de ayuda: “Dios mío, ten piedad de mí…, Tú
eres bueno y clemente y no niegas tu amor a quien te invoca.” Surge de
nuevo la pregunta que conmueve mi realidad: ¿invoco sin cesar a mi Padre
Bueno?, ¿a Dios misericordioso de quien todo bien procede?; si podemos darnos
una respuesta afirmativa, ya estamos cerca del Señor, pero continúa nuestra
súplica: “que podamos crecer en tu gracia y perseveremos en ella”.
El ser reiterativos en la reflexión,
no molesta: “lo bueno, repetido, es dos veces bueno”, entonces sigamos el
consejo del Sirácide; “En tus asuntos procede con humildad…, hazte tanto más
pequeño cuanto más grande seas y hallarás gracia ante el Señor; porque sólo el
Señor es poderoso y sólo los humildes le dan gloria”. Reconocer la fuente
de todo bien, recordar que somos administradores, no dueños; que no cesamos de
aprender y que las lecciones y consejos nos llegan de todas partes, de modo
especial de los demás; percibimos que somos “seres relacionales” en contacto
constante con las creaturas, con los seres humanos, con nuestro propio yo, con
el Padre de las luces. ¿Cuál es el centro de esas relaciones?: ¿mi “yo” activo
pero centrado, que mide circunstancias y consecuencias, que no se engolfa en la
soberbia?, ojalá sea otra vez respuesta afirmativa, de no ser así “estaremos
arraigados en la maldad”, habremos cerrado las puertas y ventanas a la
escucha y encorvados sobre nosotros mismos, será imposible tener ojos para los
demás y para Dios. Engreimiento que mata calladamente, que aísla, que,
tristemente, desprecia, rompe el “hacia Allá”; tener, y, peor aún, cultivar
esta actitud, nos aleja de toda vida.
Felizmente sabemos el camino de
retorno; la Carta a los Hebreos sigue iluminándonos: Dios no puede infundir
temor, es un Dios festivo que ya ha escrito nuestros nombres en el cielo, que
nos brinda el libre acceso para estar con los que ya alcanzaron la perfección,
y recalca lo que ya sabemos: ese acceso es “Cristo Jesús, el Mediador de la
nueva alianza”.
Tiene que resonar en la memoria del
corazón el dicho del mismo Jesús:
“Nadie va al Padre si no es por Mí”. Y su invitación-ejemplo que
cantamos en el Aleluya: “Tomen mi yugo, aprendan de Mí que soy manso y
humilde de corazón”.
El Evangelio no es una lección de
protocolo, es el resultado de mirarnos y mirar a los demás, de tomar nuestro
sitio con toda sencillez y, al mismo tiempo, de no ser falsos ni calculadores.
Al banquete del Reino no se entra “empujando a los otros”; ¡qué bien
se adapta aquello de León Felipe!: “Voy con las riendas tensas y refrenando el
vuelo, porque lo importante no es llegar antes y solo, sino juntos y a
tiempo”.
La segunda lección: vivir la
plenitud de la gratuidad, así como es Dios, así como la vivió Jesús:
dando y dándose…, no es fácil; nos apegamos a tantas cosas, tánto a nosotros
mismos, que perdemos la visión de la esperanza que da la fe: la trascendencia
que aquí comienza, desde los otros: “ellos, los pobres, los marginados,
los desposeídos, no tienen con qué pagarte, pero ya se te pagará, cuando resuciten los
justos”.