miércoles, 30 de noviembre de 2016

2° Adviento, 4 diciembre 2016.--



Primera Lectura: del profeta Isaías 11: 1-10
Salmo Responsorial, del salmo 71: Que en sus días florezca la justicia, y la paz abunde eternamente.
Segunda Lectura: de la carte del apóstol Pablo a los romanos 15: 4-9
Aclamación: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. Todos verán la salvación de Dios.
Evangelio: Mateo  3: 1-12.

“Pueblo de Sión”, hombres de toda la tierra, “miren que el Señor viene a salvar a todos, su voz ya es alegría para el corazón”. Voz y alegría que ordenan el cosmos, que nos dicen cómo manejar las realidades intramundanas, con tal “sabiduría que nos prepare a recibir y a participar de su propia vida”.

“Toda Escritura – nos dice Pablo – se escribió para nuestra instrucción, paciencia, consuelo y esperanza”, ¿qué visión nos entrega Isaías?: la realidad que se hizo presente, por obra del Espíritu Santo al momento de recibir el Sacramento de la Confirmación, ahí están los siete dones: “sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y santo temor de Dios”. Nos ha fascinado con la descripción idílica de un futuro que inicia en la conversión personal y se extiende, como un inmenso abrazo, hacia todo lo creado. Lo inconcebible, desde nuestra miope experiencia, será posible, la paz total entre todas las creaturas, nadie hará daño a nadie, “estará lleno el país – el mundo -, de la ciencia del Señor”. No estamos ante una utopía, es la Palabra de Dios que nos señala, ahora, cómo “esa raíz de Jesé”, es el enlace que continúa el proceso de la Alianza.

Considerábamos, el domingo pasado, el sentido del Adviento: ¡La venida del Mesías! Vino a mostrar el camino de salvación, y vendrá a juzgar, “no por apariencias, ni a sentenciar de oídas, defenderá al desamparado y dará, con equidad, sentencia al pobre, herirá al violento con el látigo de su boca, con el soplo de sus labios matará al impío”. No son anuncios vanos, nos hacen responsables de nuestros actos, nos hacen considerar cómo repercute cada decisión personal, en bien o en mal de nuestros hermanos, de modo especial, de los olvidados, ¿qué tanto los consideramos como problema que nos atañe? ¿Cómo tratamos a los que tenemos más cerca? ¿Vivimos “en perfecta armonía unos con otros, conforme al Espíritu de Jesús”? ¿Formamos un coro auténtico que “con un solo corazón y una sola voz, alabamos al Señor”? ¿“Nos acogemos mutuamente, como Cristo nos acogió”?

Aquí está el modo de preparar el camino del Señor: “hacer rectos los senderos para que todos los hombres vean la salvación”. Aquí está la concreción del verdadero cambio, de la conversión, del giro que tiene por centro a Cristo y su mensaje, a Cristo y su seguimiento, a Cristo aceptado y amado en cada ser humano.

Es fácil que nos veamos tentados a actuar como los fariseos, que busquemos una tranquilidad superficial apegada a “la ley”, o como los saduceos, incapaces de desprenderse de la riqueza y el prestigio, afianzados en tradiciones conservadoras que dejan “intacto” el corazón y evaden el compromiso profundo con Dios y con los hermanos, entonces nos “golpearán” fuertemente las palabras de Juan el Bautista: “¡Raza de víboras!, ¿quién les ha dicho que podrán escapar del castigo que les aguarda? Hagan ver con obras su conversión”.

¡Dichosos nosotros, porque después de la voz, ha llegado La Palabra quien, con su entrega, ha evitado hasta ahora, que la segur llegue a nuestra raíz; nos ha bautizado con fuego y con el Espíritu Santo para guardarnos “como trigo en su granero”. ¡Señor, que en este Adviento, por la Gracia de la conversión, nuestras espigas se llenen de granos maduros!